Concibo todo poemario que sale a luz, por voluntad expresa de quien lo escribe en la intimidad, como el pago de una deuda. Tal vez un ajuste de cuentas que el creador realiza con todos nosotros, con alguien en concreto, o, tal vez, consigo mismo.
A veces, caso de la poesía social o de temática manifiestamente explícita, resulta fácil determinar los propósitos del autor: éste, responsable de sus palabras, desea alabar, denostar, o, en todo caso, mostrar de manera evidente sus propósitos. De ello se deriva la lucidez de la propuesta y, por tanto, lo poco complicado de su exégesis para un lector medianamente avezado, lo que conlleva que ese mensaje sea trasladado con frecuencia a soportes ajenos a la escritura, como montajes dramáticos sobre dichos textos, coplas de cantautores exitosos u otros inventos divulgativos que, sin devaluar los contenidos, admitan la fácil asimilación de los mismos por una mayoría, no necesariamente lectora.
No sucede así con la poesía simbolista, y hasta con toques de indisimulada raíz surrealista contenida en el libro que hoy prologamos, obra perfectamente madura y acabada de Encarnación. Poemario pleno de contenidos enrevesados, aunque no herméticos, y de expresiones intimistas que apuntan, con toda la dificultad de la verdadera poesía, a símbolos personalmente interiorizados por la autora, a una voz poética nunca fácil de dilucidar y que nos obliga a los lectores a realizar un esfuerzo supletorio de atención, y, en ocasiones, como en mi caso, hasta de vigilia, para profundizar en el discurso poético sin esas claves evidentes que algunos reclamaron a lo largo de la historia para hacer digerible la dificultad de cualquier propuesta lírica.
Sin embargo, creo que en esta dificultad, radica su belleza. Nadie ha dicho que esto sea fácil. En una época de evidencias facilonas, aptas para descerebrados, y, peligrosamente escoradas hacia demagogias y eslóganes oportunistas, la valentía de sustituir esa papilla nutricia elemental por la reflexión onda, por la imagen bella y bien escandida o por el juego de alusiones y elusiones que campean en este poemario como en un frontispicio de hermosura, da como resultado un ejercicio desmesurado de honradez creativa. Es una forma sincera de pagar esa deuda que todos tenemos con los posibles lectores, expuesta de manera brillante y que nos obliga a realizar ese esfuerzo supletorio para arrancar en cada página el diamante semántico que previamente la autora se ha encargado de pulir.
Son varias las claves en la que este “Séquito” va a desfilar ante nosotros, y, doy por supuesto, que también hay muy distintas interpretaciones que todo lector atribuirá a cada verso. Aquí radica la grandeza del discurso poético, a diferencia del político, económico, publicitario, etc., que se esfuerzan en lo contrario: en procurar que nadie dude de lo diáfano del mensaje. En el libro de Encarna, el caleidoscopio interpretativo hace imposible la rotundidad de la verdadera clave, con lo que, en vez de facilonas respuestas a las grandes preguntas del texto:
“¿Cuánto dolor hay en una decepción?”
“¿Qué nos queda al final del camino?”
“¿Paz en tu corazón?”
“¿Dónde el punto infinito que nos halle?”
nos encontramos con la siguiente pregunta, aún más hermética que las anteriores, y que nunca trae ese bálsamo a los corazones que muchos lectores de poesía anhelamos, sino a la desazón de sabernos en medio de una jungla intrincada, en la cual es tan difícil retroceder hasta el punto de partida, como alcanzar la deseada meta que nos reconcilie con nosotros mismos.
Y es que, en el juego de las interrogaciones con fuerte carga vital, toda apuesta resulta arriesgada y fácilmente desmontable por la propia realidad cambiante que constituye la marcha de cualquier proceso social. Para que esto último que afirmo, no parezca un galimatías, lo ilustraré repitiendo las palabras que un amigo, escritor de garbo y eterno ciudadano dubitativo, me repetía, no hace demasiado tiempo: “Me siento cada día más perdido. Me he pasado media vida preparando mis respuestas y ahora contemplo aterrado que me han cambiado las preguntas”.
En este caos cósmico sobrenadan los verdaderos ángeles del libro: ángeles caídos que se truecan en demonios de la incertidumbre:
“Pasan los demonios esquilados/ los fantasmas desnudos/
Los ángeles caídos/ Las brujas liberadas/
Los duendes invisibles…”
Seres que pueblan la mismidad de Encarnación y la obligan a intentar penetrar, a veces, la seguridad del convencimiento que conduce al entusiasmo de la acción, tal vez porque no nos quede otro remedio ni recurso que restañe nuestro miedo:
“Me he vuelto una acróbata de la vida ante el miedo de la muerte”.
En otras ocasiones, reflexiona la autora, tal vez para ahuyentar la sombra de ese nihilismo que pende peligroso:
“El caos, siempre constante y eterno, permite un cierto orden”.
No sé si estos pensamientos comportan algún optimismo, en todo caso, de tan débil asunción por quien lo añora que, muy pronto, todo se cierra en esa nube oscura, de la que tan difícil resulta salir indemne:
“Un abatimiento amilana mi alma esperanzada de noes, no, no, no, que me dejan sumida en un no-es o no siendo de una nada vital…”
No deseo hacer interminable este prólogo. Aquí, lo único que nunca tendrá fin es la palabra poética y de ello pueden los lectores disfrutar desde ahora mismo. Un introductor, como yo, a su lectura, no es sino un heraldo que anuncia las excelencias de lo que les espera, no un protagonista de nada. Tal vez un pregonero, que, como lo define la Academia de la Lengua, conoce algo que intenta trasladar a los demás. Yo lo hago con sumo gusto, y espero, con un punto de envidia, que ustedes disfruten, tanto como yo, con este séquito selecto de auténtica poesía.
PRÓLOGO DE JOSÉ LUIS BUENDÍA LÓPEZ,
PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DE FILOLOGÍA ESPAÑOLA
DE LA UNIVERSIDAD DE JAÉN